Navegando laberintos
- Sasha Alberto Klainer Berkowitz
- hace 5 días
- 2 Min. de lectura
Por Sasha Klainer
A veces nos extraviamos en pasillos que uno mismo levantó,
laberintos íntimos donde la mente multiplica ecos que no cesan.
Las emociones desbordan, toman por momentos las riendas del caballo
y nos lanzan al galope entre cristales y sombras,
como si la inercia fuera destino
y el vértigo, control disfrazado.
Pero incluso ese caballo cansado,
igual que nuestros propios pies,
busca una salida de la maraña;
y cuando al fin la halla,
deja atrás los altos muros
para abrirse al respiro del océano.
Hay días en que todo pesa
y el alma avanza a tientas,
barco frágil sobre una marea incierta,
como si el mar interno nos soltara
en mitad de la noche, sin brújula ni faro.
Y aun así, ninguna fibra emocional es enemiga:
todas piden ser escuchadas sin juicio,
no para hundirnos ni condenarnos,
sino para revelar un claro en la tormenta.
Porque la fuerza de los vientos huracanados
se siente igual en mar abierto
que en un vaso con agua sin lente.
Ante el vendaval más intenso
o la quietud más honda,
el horizonte vuelve a darnos rumbo.
No se trata de negar lo que hiere
ni de amputar lo que quema,
sino de darle cauce:
de aprender a fluir con ello sin soltar el timón,
de no entregarnos al capricho del viento
como una balsa sin criterio propio.
Porque incluso en los días más oscuros,
cuando creemos haber agotado el aliento,
basta un impulso —mínimo, pero vivo—
para recordarnos el origen,
el avance posible o el regreso necesario.
Si los vientos se contraen,
replegamos velas;
si el cielo calla,
alzamos las manos al remo.
El naufragio solo se consuma cuando uno renuncia.
Avanzamos así, en el gran entramado:
no por ausencia de temor
ni por la claridad que a veces apenas se insinúa,
sino por custodiar la brasa interior
que todavía nos sostiene,
incluso cuando la sed arrecia
y el mundo parece ofrecernos
solo agua salada en laberintos de mares infinitos.
Somos tan fuertes como la voluntad que elige mantenerse en pie
mientras la marea vuelve y vuelve.
Porque, aun cuando la corriente aprieta,
existe el potencial del esfuerzo,
ese que —más que esperanza hueca—
nos acerca, una vez más, hacia buen puerto.
En el mar añoramos la tierra;
en la tierra deseamos el vuelo;
en caída libre, preferimos agua salada antes que impacto en el suelo.
Así es nuestra esencia humana:
siempre en tránsito, siempre en búsqueda.
Y, ya de vuelta en tierra firme,
al salvar el naufragio,
nos alcanza un presagio cíclico:
que la vida, incansable, repite sus viejos impulsos,
alza mareas antiguas sobre paisajes recién nacidos,
humedece los muros nuevos que levanta
y entorna los umbrales que promete o esconde,
para dejarnos, una vez más,
en la vasta arquitectura de sus laberintos inéditos
donde perdernos… o finalmente encontrarnos.

















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