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Soy Sasha Alberto Klainer Berkowitz, profesional con más de dos décadas de experiencia en educación, salud pública y derecho, comprometido con el desarrollo humano, la transformación institucional y la construcción de comunidades sostenibles.

Actualmente dirijo el Colegio Bilbao, donde hemos demostrado que es posible integrar la excelencia académica con una educación humanista, sostenible e inclusiva.

 

También he tenido responsabilidades directivas dentro del Instituto Nacional de Salud Pública, la Secretaría de Salud Federal, y diversas iniciativas nacionales e internacionales de alto impacto social.

Este espacio reúne elementos que resaltan mi visión, trayectoria y reflexiones sobre liderazgo, innovación, justicia social y políticas públicas que contribuyen a una sociedad más equitativa.

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En un futuro donde la tecnología ha redefinido la existencia humana, la Megalópolis emerge como el pináculo del progreso y la automatización. "Ecos de Utopía: El Último Bastión" invita a los lectores a cuestionar los límites de la humanidad y la ética en una sociedad dominada por máquinas y algoritmos. A través de personajes y escenarios intrincadamente diseñados, la novela explora la disolución de fronteras entre lo real y lo virtual, y la dicotomía entre libertad y control. Con un enfoque filosófico y profundo, esta obra reflexiona sobre las decisiones que forjan nuestro futuro y la esencia de nuestra humanidad en un mundo cada vez más deshumanizado.

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La Constitución no es obstáculo: es cimiento

  • Foto del escritor: Sasha Alberto Klainer Berkowitz
    Sasha Alberto Klainer Berkowitz
  • 17 jun
  • 5 Min. de lectura

En tiempos de transformación política, reformas urgentes y promesas de cambio, conviene recordar que la Constitución no es una camisa de fuerza ni tampoco una herencia intocable. Como instrumento vivo tiene la misión de recoger las más elevadas aspiraciones de la autoridad y tomarlas como brújula para acercar la realidad a lo que queremos que sea o debiera ser.


No hay que percibir a la norma fundamental como obstáculo ni como instrumento de dominación. Es, más bien, el cimiento racional y ético sobre el que descansa un Estado democrático y justo, que siembra semillas de prosperidad o que condena y predispone el futuro.


La Constitución es la base, el pilar y el límite. Es el contrato que precede al poder, no el documento que lo justifica y lo perpetúa. No nace y se acomoda para conceder y concentrar poder, sino para ejercerlo adecuadamente, e incluso, para contenerlo. Su misión fundamental es proteger a los ciudadanos —en especial a los grupos más vulnerables— de los excesos de quienes ejercen autoridad.


Actualmente, existen iniciativas que parecen provenir de una lógica inversamente proporcional: proteger a las autoridades de los particulares que han adquirido mayores alcances, proyección y poder con las plataformas digitales. Hay que tener mucho cuidado en no transitar la ruta que lleve a la censura, y encausar toda interacción humana en mínimos estándares de respeto.


Las libertades y derechos subjetivos públicos se contienen en la parte que doctrinariamente llamamos dogmática, y tal calificativo tan categórico no obedece a una declaración decorativa. Es la arquitectura de derechos, libertades y principios fundamentales que reconocen la dignidad humana como eje rector de la vida pública. Es el escudo legal que delimita hasta dónde puede llegar el poder y hasta dónde no. Protege a la persona, incluso frente al Estado. Estas son conquistas históricas de las civilizaciones modernas y pensar en reformas regresivas es cuestionar un dogma.


Por su parte, la parte orgánica organiza, distribuye y limita el ejercicio de los poderes públicos. No lo hace como técnica administrativa, sino como expresión del pacto social que da origen al Estado moderno: el poder deriva de la población asentada en un territorio, y a ese conglomerado debe servir. Por eso, la soberanía popular no es cheque en blanco ni aplauso automático. Es fundamento, sí, pero también contención. No es fe y lealtad ciega; de hecho, para gozar de cabal salud, requiere de crítica y exigencias para no conformar sus alcances con beneficios concentrados para pocos sectores que se desvían de sus orígenes.


Cuando se olvida que la Constitución es un instrumento para preservar fines sociales, prevenir y resolver conflictos, garantizar la participación, el desarrollo, la libertad y la justicia, entonces se corre el riesgo de usarla como fachada para lo contrario: para perseguir, amedrentar, concentrar el poder o imponer visiones únicas.


El monopolio del uso legal de la fuerza sigue opacando la proyección que dan las redes sociales, las plataformas digitales, el anonimato, la resistencia, la disidencia, la oposición... el presupuesto público y la fuerza del Estado, debe estar orientado en que sus inversiones, siembras y apuestas ofrezcan beneficios a los propios y a los ajenos... Pero polarizaciones y confrontaciones nos suman, restan, dividen, empobrecen. Siempre será mejor el diálogo y la evolución, la siembra lenta de la educación que resignarse, una vez llegado al límite máximo, de aceptar una opresión o rechazarlo mediante revolución.


La legalidad y la constitucionalidad no son formalismos. Son garantías. Son la expresión de una cultura política que entiende que las reglas no estorban: estructuran. Son indispensables para no abandonarse a los caprichos y la arbitrariedad de las fuerzas sociales, económicas y políticas, sin rumbo ni objetivos. Sin instrumentos que nos anclen en certidumbre, orden y visión de Estado. La sociedad más fuerte y que más avanza entiende que los límites no son frenos: son diques contra la arbitrariedad y el egoísmo. Y que la fuerza del derecho, de la razón; es preferible al derecho y al poder de la fuerza.


Tener que convencer a otros de dar golpes de timón, termina por evitar andar entre pairos y derivas como dice la canción. Dar mecanismos para construir consensos y alcanzar acuerdos, es una herramienta muy poderosa. Es más factible alcanzar consenso cuando se privilegia la razón por encima de emociones, percepciones o gustos.


Un Estado democrático y funcional no improvisa. Se estructura con normas claras, instituciones firmes y procedimientos que permiten resolver tensiones con certidumbre e imparcialidad. La Constitución es, en ese sentido, el marco de respeto que permite a los diferentes —partidos, poderes, actores sociales, factores reales de poder— convivir, confrontarse y construir sin destruirse. Para distribuir de la manera más equitativa y justa las cargas y los beneficios del bienestar común.


Es también el espacio donde se consagran los equilibrios entre los componentes esenciales de una nación: su territorio, su población, sus leyes y su soberanía. La Constitución no es obstáculo para el desarrollo: es condición para que este sea legítimo, ordenado, justo y sostenible.


Recordar esto en tiempos de polarización, reformas exprés sin contrapesos y narrativas maximalistas no es nostalgia jurídica: es una forma de resistencia lúcida. Porque los proyectos transformadores deben sostenerse en normas fuertes, no en voluntades inestables o el perfil de caudillos, que por más que pudiesen ser beatificados, canonizados e idolatrados, serán más perecederos que las instituciones que los preceden y que los sucederán. Porque sin base constitucional, ningún edificio político se mantiene de pie mucho tiempo. Porque ningún imperio es eterno y porque hasta dictaduras perfectas pronuncian brechas que se vuelven las grietas que anuncian su autodestrucción.


Si bien es importante reducir las voluntades contrarias a una sola para avanzar el camino, no debemos acallar las voces que nos ayudan a considerar el rumbo que será mejor para más personas. Sí, la diversidad, a veces complica algunas cosas, pero es nuestra más grande riqueza como especie.


Preservar la esencia y los principios de la Constitución —y actualizarla con responsabilidad cuando sea necesario— no es un acto conservador. Es un compromiso republicano. Es proteger a todos, incluso de los que hoy nos dicen gobernar con buenas intenciones. Como lo es también actualizar lo necesario para que la realidad imperante se acerque cada vez más, y no se aleje peligrosamente, de su esencia, origen, razón de ser, deber ser, aspiración.


Busquemos siempre ese punto en que la realidad acorta distancias con los ideales; donde lo posible se acerca a lo deseado; donde lo que es, no está tan lejano de lo que debiera ser. Quizá en esta línea de justos medios, de respeto y dignidad, la alquimia de encontrar un vórtice de convergencia entre lo utópico y lo tangible, nos ofrezca mejores alternativas.


—Sasha Klainer


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