COLUMNA SEMANAL: Sin disenso no hay democracia: pluralidad como principio y senda.
- Sasha Alberto Klainer Berkowitz
- 29 may
- 5 Min. de lectura
Vivimos tiempos donde la popularidad y el número de votos se invocan como licencias para arrasar con el resto y erosionar estructuras que ha costado años edificar. En diversas latitudes se crean fórmulas que lo justifican todo. Donde el que gana cree tener derecho no solo a gobernar, sino a dictar la verdad absoluta e incluso censurar al que piensa distinto.
Pero la democracia no se mide por la magnitud de la victoria, sino por la capacidad de procesar la diferencia y de integrar lo distinto sin temor a la confrontación.
El mandato no es solo con quienes votaron, sino con todos: incluidos los que disienten, resisten o simplemente preguntan.
Si bien uno de los grandes retos de la conducción pública es articular múltiples voluntades en un rumbo común, es importante no solo centrarse en las coincidencias, principios, valores y aspiraciones compartidas de una sociedad, sino en tejer puentes para el diálogo y el procesamiento constructivo de las diferencias.
La pluralidad no es un estorbo ni un obstáculo insalvable: es el oxígeno de una república sana. Las democracias maduras no son las que se unifican en una sola voz, sino las que logran contener muchas voces en tensión, y aun así, hallar su camino y sostenerse.
La división de poderes, los contrapesos institucionales, la representación plural, el acceso a la información y la participación ciudadana constante no son ornamentos ni concesiones: son pilares de una estructura que trasciende corrientes y grupos. Sin ellos, no hay balance, no hay límites, no hay garantía de derechos. Solo hay concentración de poder.
Un poder sin límites, aunque haya sido electo, cede a la querencia y deja pronto de ser efectivamente democrático. El riesgo no está solo en los autoritarismos declarados y totalitarios; también pasa por desinformación, indiferencia, apatía, resignación y miedo… Criterios de mayorías no suprimen ni suplen argumentos válidos de minorías, necesidades insatisfechas, problemas sin solución, progreso y bienestar.
Da lo mismo si la obediencia o el dominio nace de la convicción, la costumbre, la ideología, la conveniencia o el temor: si se proscribe el disenso por decreto lo que se pierde no es un debate: es el alma de la democracia. Sin diálogo y con mayorías calificadas no gana un grupo: pierde la democracia.
El diseño de la organización de un Estado debe contemplar todos los rincones de la realidad con una brújula ética de fines y aspiraciones sociales. De otra forma, el regreso del bumerang podría arrasar con todo a su paso, la factura histórica llegará con la fuerza de lo que no fue procesado a tiempo.
Cuando un gobierno celebra tener el control absoluto de todos los poderes y funciones estratégicas, cuando ve en la crítica una amenaza y no una oportunidad, cuando convierte a la oposición en enemigo, cuando señala culpables antes de asumir responsabilidades, está desdibujando la esencia misma de la república democrática.
La diferencia entre un gobierno fuerte y uno autoritario no está en su número de votos, sino en su relación con la pluralidad. La legitimidad electoral no es legitimidad histórica.
La diversidad ideológica, política, social y cultural no debilita a un país: lo fortalece. Es la base de su riqueza y la semilla de la evolución; la vacuna más eficaz contra la alternativa extrema de una revolución. Allí donde existe conflicto legítimo de ideas, hay posibilidad real de deliberación, de construcción de consensos, de eso que llamamos evolución.
El pensamiento único puede resultar cómodo, pero es estéril. Y peligrosamente fácil de instrumentalizar. No alinea incentivos, mutila recursos y sofoca la capacidad de salir de zonas de confort. Obstaculiza la generación de consensos amplios en torno a la eficiencia y la productividad, sostenidos en valores y fines con rostro humano y proyección sustentable.
Se requiere equilibrio entre categorías que no tienen por qué ser extremos, sino justos medios: progreso y bienestar; individuo y sociedad; lo humano y la naturaleza; pueblo, capital y poder; eficacia y principios.
La ciudadanía no se agota en las urnas. La democracia representativa apenas comienza con el sufragio. Votar es necesario, pero no suficiente.
Los criterios de mayoría sirven para cerrar filas sobre una representación y una línea de conducción, pero no constituyen una condena perpetua, ni un cheque en blanco, ni una cesión definitiva de aquello que da origen al poder público: el pacto social.
Participar implica estar bien informado, cuestionar los discursos de todos los bandos, exigir respeto a derechos y libertades mientras se cumplen los deberes propios. Se exige lo mismo al semejante que a las autoridades: cumplimiento de obligaciones, respeto a las reglas e instituciones, transparencia, rendición de cuentas. Debatir, construir desde la diferencia, involucrarse más allá del calendario electoral. La democracia no es solo un sistema político: es una forma de vida, una ética del reconocimiento.
Votar no basta, no es el fin ni es renuncia. No es consuelo de distribuir culpas sin asumir corresponsabilidades.
Participar es resistir con pensamiento crítico que no se envuelve en el color de ningún estandarte político. Que desconfía por diseño y que permite el trabajo conjunto para aspirar a resultados mejores. Quien se limita a votar, renuncia al derecho y al deber de ejercer plenamente su ciudadanía en tiempo real y en todo momento.
La pluralidad se defiende desde las instituciones, pero también desde la educación. Desde cada individuo que conforma a la sociedad. No se puede formar ciudadanía sin enseñar cómo funciona el poder, cómo se organiza el Estado, y cómo se protege la libertad desde el Derecho —no desde la voluntad del grupo más popular. Distribuir equitativamente cargas y beneficios del bien común.
Educar sin eso no forma conciencia reflexiva: fabrica obediencia ciega. Reduce los planes nacionales a panfletos, convierte la filosofía en ideología, la política en fanatismo, y el diálogo en monólogo encubierto bajo retórica complaciente y demagógica.
Y hay que decirlo con claridad: los contrapesos no detienen el desarrollo, lo encauzan. No se oponen o reman en contra de la transformación: la preservan, la garantizan como un proceso amplio y un compromiso continuo, la moderan y la inspiran. Son la expresión de una inteligencia institucional que sabe que ningún poder debe bastarse a sí mismo. Que ninguna fuerza o idea política tendrá siempre la razón absoluta ni el modelo perfecto sin encontrar retos más grandes que la claridad de recursos, cómos y caminos. Las ideas y los argumentos no son adversarios, son activos de enorme potencial que serán cosecha mañana de la siembra previa.
Una república que teme al disenso está herida. La comodidad de la línea única entraña en su núcleo una bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento. Un gobierno que necesita someter todas las voces para ejercer autoridad ya no gobierna: impone. Y una sociedad que entrega sus instituciones a cambio de estabilidad o gratificación inmediata deja de ser comunidad para convertirse en clientela.
La pluralidad no es debilidad. Es madurez. Es saber que nadie tiene toda la razón, siempre. Es entender que la fuerza no reside en el control absoluto, sino en la capacidad de gobernar junto con otros, incluso con los que piensan diferente.
Porque sin contrapesos, no hay libertad. Sin disenso, no hay verdad. Y sin instituciones que resistan el poder de uno solo, no hay república, hay designio unilateral disfrazado de destino colectivo, hay imposición vestida de consenso, hay voluntad hegemónica disfrazada de mandato histórico que reemplaza la deliberación por obediencia, hay determinación de destino y no construcción de futuro.

















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