Columna semanal: Dialéctica o algoritmo: la batalla cultural del siglo XXI. Descalificaciones por autoría y no por argumentos.
- Sasha Alberto Klainer Berkowitz
- 22 may
- 10 Min. de lectura
En tiempos de trincheras emocionales, educar es formar juicio, no fidelidades. Esta columna aborda el desafío ético de pensar juntos sin rendirnos al algoritmo ni a la consigna.
Vivimos una época de sobreestimulación y de pensamiento exhausto. Rodeados de información, saturados de estímulos, pero cada vez menos dispuestos —y menos entrenados— a dialogar. El acceso al conocimiento nunca fue tan amplio, pero la disposición a dialogar nunca estuvo tan restringida.
Nos hemos acostumbrado a responder antes de comprender, a formular preguntas por cortesía sin interés real en escuchar las respuestas, a interactuar con monosílabos y distorsiones del lenguaje, a clasificar antes de escuchar, a cancelar sobre prejuicios antes de debatir. El juicio, hoy, precede al argumento. El emisor importa más que el contenido. Y así, la polarización no solo divide: anula, o como se dice hoy: "funa".
En el centro de este malestar social no está la diversidad de opiniones, sino la incapacidad de cohabitarlas. Se ha vuelto costumbre medir la validez de una idea por el color de la bandera que la porta. Ya no se examina qué se dice, sino desde dónde se dice. Si la frase viene del "otro bando", entonces es sospechosa, peligrosa, maliciosa, indeseable o simplemente inválida. Se descalifica por identidad, no por razonamiento. Y así, la verdad se vuelve propiedad de tribus afectivas -o peor aún intereses particulares-, no el resultado de una búsqueda compartida.
La verdad es menos importante que la agenda y los réditos de bandos emocionales bien delineados. Los beneficios están antes que las causas y los fines. Los medios son indistintos. La eficacia se antepone a los principios. Los fines justifican los medios y los bozales y la autocensura proliferan espontáneamente.
Esta lógica empobrece todo: el discurso público, la vida comunitaria, los asuntos públicos, la interacción social, la educación, la posibilidad misma de una república dialógica. Hemos reemplazado la dialéctica por la consigna, por la verdad por decreto, la historia oficial; la disertación por la sospecha; el pensamiento por el juicio sumario en la cultura del meme. Criterios de mayorías y a su nombre los senderos categóricos y de una vía. Y no, no es un tema exclusivo de un país, es un fenómeno que se observa en diversas latitudes. Nos volvemos expertos instantáneos con el algoritmo como maestro y el algoritmo como juez. Litigamos en redes sociales. Y así, la conversación se vacía de contenido significativo, pero se llena de encono. Todos somos expertos en todo y todos poseemos nuestra verdad. Vivimos a toda prisa y con impaciencia, con bajos niveles de tolerancia y gestión de la frustración
Los espacios para entretenimiento fugaz o campañas restan resquicios a certezas con sustento en evidencia científica, a reflexiones profundas, a cuestionamientos tendientes a replantear lo que pudiese ser mejor, a considerar y analizar otras perspectivas para proponerse alternativas.
La polarización que empodera a un sector hoy arruina el mañana: es río revuelto para el oportunista y naufragio seguro para el que cree que siempre navega a favor.
Lo más alarmante no es que esto ocurra en redes sociales, escenario virtual de una vida más habitada que la del contacto real y sincrónico donde la realidad podría aspirar a otros alcances acercándose más a lo ideal. Es que esta forma de mirar al otro se ha filtrado en nuestras escuelas, universidades, medios y espacios públicos, en toda interacción en la médula del individuo y su repercusión agregada en sociedad. No sólo en la vialidad y los conflictos naturales del egoísmo humano.
Contextos en los que cada vez resulta más riesgoso expresar una postura que no sea homologada por la tribu afectiva o políticamente dominante. Las segregaciones quedan mejor identificadas y asociadas por el algoritmo que resalta su visión única e intolerante. Pronunciando más las brechas sin puentes. No importa cuán argumentado esté el punto: si no coincide con el marco emocional del entorno, se vuelve amenazante o estigmatizante.
La satisfacción de la virtualidad que reconforta la inmediatez de la actualidad nos envuelve como una telaraña de comodidad y conformismo que apaga consciencias y duerme corazones, pero adormece también el malestar que podemos sentir incómodo y fatalista.
El fenómeno de la violencia es preocupante, se ve en calles, en ambientes públicos y privados, incluso en catedrales formativas como son los espacios del deporte infantil y juvenil o las escuelas.
La incidencia de violencias y acoso son consecuencia de esta incapacidad dialógica que se centra en el conflicto adversarial antes que en la corresponsabilidad dialógica comunitaria.
Algunas personas destacan la evolución por nombrar e inhibir cosas que siempre han estado presentes en comunidades y que hoy se pueden exhibir, inhibir y sancionar. Pero esta cultura de la fragilidad disfrazada de firmeza no abona a la democracia ni a la imparcialidad. La destruye desde dentro. Porque sin disenso no hay pensamiento, sin controversia no hay formación, y sin formación no hay comunidad.
En los asuntos de trascendencia jurídica o en cualquier interrelación humana, hay dos partes, dos dignidades, dos cosmovisiones y dos sujetos de derechos y obligaciones. Lo que nos une no es pensar igual, sino pensar juntos. Y eso exige madurez, temple y una ética del reconocimiento que hoy escasea. La razón o la verdad, la justicia, no firman exclusividad con un nombre o partido, no va siempre del mismo lado de la acera.
La descalificación del otro por su historia, su origen o su afiliación ideológica sustituye la crítica por el prejuicio. Y el prejuicio no forma: deforma. Reduce la complejidad a etiquetas, la opinión a propaganda, la idea a eslogan. Todo lo que incomoda se interpreta como amenaza y debe ser aplastada. Con todos los elementos disponibles, se purifica el que se pone nuestra camiseta y debe recibir cobijo. Mientras que los que visten colores opuestos pueden hacerse acreedores a algo más que el escarnio y la presión social. No es de buenos o malos, es de distracciones que enfrentan a los hermanos. Visión absoluta de: estás conmigo o estás contra mí; tu atavío de otro color basta para declararte enemigo del pueblo, del progreso o de todo lo bueno. Un reduccionismo maniqueo que asfixia la condición humana de cada individuo único e irrepetible.
Y no es privativo de un pedestal que ve hacia abajo a los demás, lo mismo se ve desde las cebras blancas con rayas negras que desde las cebras negras con rayas blancas. Como el asesor del rey que calmó el motín aconsejando convencer a los del trinche que los de la antorcha le quería quitar su instrumento y a los otros que los primeros les querían apagar su fuego.
Todo lo que interpela se denuncia como violencia. Mientras se normaliza y ya no asombra la verdadera violencia que es un incendio que no nos está prendiendo lo suficiente como para ver con mayor claridad. Como advierte Jonathan Haidt, hemos pasado de formar ciudadanos resilientes a formar identidades frágiles que temen la fricción. La hipersensibilidad moral se convierte en pretexto para empobrecer el pensamiento, el debate público, erosiona instituciones, en nombre de una pureza emocional tan arbitraria como frágil. Y al mismo tiempo, mostramos rasgos de doble moral, doble discurso y aplicación selectiva de las normas, en razón del sujeto en cuestión.
La educación, que debiera ser una trinchera lúcida frente a la polarización emocional, ha comenzado a replicar sus peores gestos. Se mimetiza el espacio de diversidad reduciéndose a catálogos de buenas intenciones y disfraces políticamente correctos. Escuchas inclusión como bandera cuando lo que promueve realmente es asumir un concepto de normalidad que excluye a los distintos sin reparar en la igualdad de la dignidad humana.
Se hace más frecuente advertir maestros que callan para no incomodar al sistema, escuelas que pagan multas por procurar cumplir con su misión, autoridades que empoderan a un sector y debilitan a otro al que lo hacen responsable de todo, familias que quieren hacer diferencias sin saber cómo y que, dan a manos llenas y exigen con vehemencia, directrices que permanentemente enfrentan fuerzas contrarias antes de construir sinergias, que resaltan las diferencias sin saber procesarlas y sin permitir puentes de corresponsabilidad y colaboración profunda en causas que solo se pueden enfrentar conjuntamente.
Muchos estudiantes que, lejos de debatir a través de pensar con libertad y actuar con responsabilidad para construir futuros sustentables, asumir sus responsabilidades y afrontar consecuencias que los hagan más fuertes, repiten fórmulas aceptables y procesadas, o navegan en la superficialidad, no por convicción, sino por supervivencia académica. Gratificación simbólica que se centra en una calificación y un certificado de avance relativo y trillado. Con una red de complicidades y facilidades para conformarse con cumplir con lo que algunos adultos esperan de ellos, sin que muchas veces reparemos en que hay valores, principios, habilidades y actitudes que son lo más importante en su formación integral.
En lugar de promover la reflexión compleja, muchas instituciones se limitan a sobrellevar lo básico y a validar lo que es socialmente admisible, premiando el conformismo y penalizando la disidencia razonada. En este nuevo orden emocional, el conocimiento ya no se construye: se recita de memoria, se lee acartonadamente sin entender profundamente y para qué sirve.
Lamentablemente, en muchos casos, el aula se convierte en una zona neutralizada por la corrección afectiva y la pedagogía se ve sustituida por una retórica prescriptiva, incapaz de dialogar con el conflicto. El pensamiento crítico ha sido reemplazado por el activismo de consigna o pose mediática, y la educación se convierte en un sistema de reciclaje de certezas, en lugar de una incubadora de conciencia crítica. Un reservorio de información que recircula, las mismas respuestas, cuando en realidad precisamos de nuevas preguntas y abrir nuevos canales de comunicación. Despojarnos del conformismo e indiferencia de considerar una misión cumplida al advertir problemas, señalar culpables y elegir representantes. Todos debemos participar de las soluciones, exigirnos mutua y personalmente, ser mejores y hacer lo correcto.
La educación es casa y escuelas, es exteriores e interiores, es matutina y vespertina, las escuelas modernas deben entender que la docencia es algo más que transmitir contenido, es formar criterio y capacidad de dilucidar y construir consenso más allá de la destrucción y el disenso. No preparamos a los estudiantes para algo, los preparamos para lo que sea que venga. Para la vida misma. No desde la arrogancia de quien esculpe una escultura a su imagen y semejanza, más como los padres de Gibrán Khalil que son el arco que dispara sus hijos flecha para que vuelen alto sin ponerse techos ni estancarse en sus raíces y determinantes.
Cada persona tiene talentos, intereses y forja su propio camino, aprovechando lo que tiene al lado y lo que respira del entorno y la otredad. Y formar juicio requiere riesgos. Requiere espacios donde no todo está resuelto, donde el error no se penaliza con escarnio, donde el que se equivoca reflexiona y corrige, donde podemos ver más hacia adelante que hacia atrás, donde el agredido desarrolla elementos para poner límites, defenderse y propiciar tanto el crecimiento ajeno y propio, como el comunitario. Donde disentir no implica exclusión.
Requiere ambientes educativos donde se pueda decir lo que no está en el guion, donde se busca algo más que cumplir programas y llenar libros. Que nos atrevamos a preguntar lo que incomoda, escuchar lo que desafía. Plantear preguntas distintas. No enfrascarnos en recetas, sino abrir nuevos caminos, en los que no hay rutas únicas ni predeterminadas.
No se trata de relativismo ni de neutralidad cínicas. Se trata de honestidad intelectual. Se trata de enseñar a pensar, y eso es exactamente lo contrario de enseñar a obedecer. Las escuelas hoy no forman obreros para las necesidades derivadas de la revolución industrial, la revolución tecnológica hoy demanda otro perfil y alcance. Educar es abrir mundos posibles, no cerrar filas a ciegas. Es entrenar para el matiz, no para la consigna o la ideología. Es cultivar la duda, no blindar certezas. Es abrir la mente a no buscar los extremos radicales, hallar equilibrios entre individuo y sociedad, salud y economía, humanidad y naturaleza y todas las falsas dicotomías, binarias, maniqueas, que pretenden reducir algo complejo a dos opuestos que tienen ambos importancia.
Es creer en los contrapesos institucionales que garantizan derechos y libertades antes que exigir cheques en blanco para imponer una visión única que domine y someta. Entender la democracia como forma de vida, no sólo de organización política. Porque sin contrapesos, lo público se privatiza simbólicamente y lo común se convierte en dogma, el fanatismo polariza y paraliza el progreso y el bienestar integral. Construimos islas, atomizamos grupos, no universos donde cabemos todos.
En un tiempo en que todo impulsa la prisa, la sospecha y la fragmentación, el acto de educar puede y debe ser una forma de resistencia, de construcción de puentes. Partir de la diversidad y no de pretender homogeneizar las visiones. Una resistencia serena, firme y profundamente ética. Porque si cada vez más voces callan por miedo a equivocarse, a incomodar, a ser canceladas, perseguidas, enfrentadas, entonces ya no estamos educando. Si las voces que se atreven a alzar sus ideas y defender sus argumentos son ignoradas o silenciadas, terminaremos con los bellos contrastes del paisaje. No quisiera llegar a vivir en un mundo en blanco y negro. ¿Usted quisiera vivir en un orbe sin matices, sin disenso, sin la riqueza del contraste que alimenta la verdad compartida?
De no ser así, hay que plantearse dejar de seguir condicionando, aleccionando, catequizando, ideologizando. Renunciar a la premura de estar prejuzgando y a la ligera cerrando vías, canales, sendas, y alternativas…. De lo contrario, en lugar de formar ciudadanos, fabricamos soldados de trincheras políticas que siguen criterios emocionales coyunturales. Que dividen familias, naciones y personas que comparten su esencia y dignidad por igual.
Educar es resistir al algoritmo del odio y discriminación. Es no aceptar que el pensamiento se rinda ante la identidad. Es recordar que en toda comunidad humana valiosa, el disenso no es un obstáculo: es una condición y la mayor riqueza. Y que sin la posibilidad de escuchar al otro con quien no coincidimos, no hay futuro compartido posible. Después viene el reto de encontrar el camino con todos los ingredientes del caldo, pero ese guiso será más saludable.
Es también tener derecho a escuchar voces distintas, a apreciar tonalidades diversas, y a aspirar a justos medios, síntesis eclécticas que contribuyan a acercar lo deseable con lo posible, lo ideal con la realidad.
Por eso esta columna no toma partido por uno de los bandos compuestos por semejantes que tienen distintas visiones, mucho menos busca agradar. Busca provocar. No porque disfrute incomodar, sino porque todavía cree que la filosofía, la palabra y la educación tienen una tarea que cumplir.
La defensa de la libertad de quien opina distinto, no sellar sin solución de continuidad la diversidad, pronunciar grietas en la certeza de la consigna o la conveniencia, creer más en el diálogo que en la fuerza, procurar soluciones antes que contentarse con advertir problemas y señalar culpables… y enseñar a vivir con la lucidez —y la incomodidad— que exige pensar juntos sin pensar igual.
Sasha Klainer
Director General del Colegio Bilbao Autor de Ecos de Utopía y El Diablo Algorítmico Especialista en educación, Derecho y pensamiento público

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