Bitácora desde el tráfico #6. El diseño sistémico del primero yo que hunde el nosotros.
- Sasha Alberto Klainer Berkowitz
- 26 may
- 2 Min. de lectura
Sales temprano. Muy temprano.
Como quien quiere ganarle al destino con astucia doméstica: levantarse, bañarse en una ciudad sin agua, alistar a una familia sin descanso suficiente. Desayunos apresurados cocinados con el calor del hogar. Loncheras listas. Mochilas al hombro. Calzado amarrado con ternura. Evitas el caos con logística de amor.
Eludes el pico del tránsito con la coreografía doméstica y la pericia en exteriores. Ensayas la ruta como quien esquiva el purgatorio de las siete, ese infierno que arde media hora después.
Cruzas calles abiertas en canal, heridas por obras eternas que muestran el gasto y no el resultado. Avanzas entre promesas incumplidas y demagogia. Vías rotas, rehechas a medias: cicatrices del olvido, esquirlas de abandono e indiferencia.
Avanzas. Estás a punto de lograrlo —de vencer al monstruo de tres cabezas— cuando de repente todo se detiene. Tu convicción del deber cumplido se enfrasca en un embotellamiento sin sentido.
No hay accidente. No hay obra. No hay razón. Solo el sinsentido: quieto, hirviente. Estado estático forzado que interfiere en el flujo armónico con el cosmos.
Una ciudad detenida, respirando humo y -solamente en los mejores casos- resignación. Todo a punto de explotar. A la menor chispa: violencia. Con ganas de pelear, el tema es lo de menos. Gente con tubo en mano, bajando del auto con los ojos encendidos. No por el tráfico. Por la vida. Por frustraciones, polarización, encono. Por todo. Por nada. Porque si no quien la hizo, alguien más la paga.
Y es algo cotidiano que ya no nos asombra. Y ahí, varado entre cláxones y rostros crispados, lo ves claro: el problema no es solo el tráfico que nos despoja de nuestra esencia humana. Todos quieren pasar. Nadie cede. Ni pasan ni dejan pasar.
Intersecciones como trampas, diseñadas desde escritorios lejanos, por quienes no ruedan en ese asfalto ni les quema el volante y la interacción social. Calles atiborradas de autos y camiones de dimensiones excesivas, conducidos por gente sin pausa ni criterio, sin empatía ni cultura vial.
Como si la ciudad fuera una guerra. Cada auto, un proyectil. Cada metro, una batalla. Y al final, nadie avanza.
La otredad como obstáculos entre el egoísmo y los deseos, cada ente lucha por ganar un metro, un minuto, una falsa ventaja. Y así, por querer ganarle al otro, terminamos todos perdiendo: veinte minutos sin avanzar un solo metro.
Día con día se nota, el verdadero embotellamiento no está en la calle: está en las decisiones que no tomamos como sociedad.
Un sistema que nos programa a todos para salir igual, como si la vida entera fuera una fila frente a una tarjeta checadora.
No es solo el tráfico. Es la coreografía de un país que corre sin aprender a moverse en conjunto. El precio de una cultura que privilegia el yo, aunque se hunda el nosotros.

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